En guerra.

Fuimos hombres, ahora máquinas y muertos.  

Caminamos en silencio, contaminados ya de los horrores de la guerra. Cabizbajos, vamos bajo las copas de altos árboles legando tras nosotros manchas rojas en la nieve, cuerpos, inertes, vidas que fueron  sesgadas antes de que tuvieran tiempo de degustar su destino.

Yo lloro, voy con la esclerótica inyectada en tinta carmesí. Nuestras pupilas siguen buscando con ansiedad cualquier movimiento violento entre las sombras. De repente un miliciano que llego a la ciudad hace semanas se abalanza sobre el capitán y hace danzar un cuchillo hasta su cuello. A mí me cuesta reaccionar porque tengo las manos entumecidas y  el arma es muy pesada. Alguien dispara. 

El miliciano cae al suelo. El capitan se lleva las manos al cuello y sigue caminando. Esta noche es tan oscura que hasta los lobos temen aullar y las estrellas tiritan. Mis huesos tiritan y se filtra en ellos un viento gélido que agarrota mis músculos. 

¿Eixstirá acaso algún dios aparte de la muerte? Últimamente los días pasan rápido y el pánico echa raíces en nuestros corazones porque las únicas ceremonias que ofrecemos a nuestros hijos son funerales y nos reunimos a la noche bajo esta misma luna y el lago de la aldea se convierte en un océano que sostiene las llamas que incineran los cadáveres y pareciere que en el reflejo que proyecta el agua pudieramos ver las caras de nuestros hermanos. De repente  se detiene el mundo en ese mismo instante y confluyen sobre él  las lágrimas de todos nosotros, por todas las víctimas de esta sucia guerra. Lloramos por nuestros muertos. Somos mártires y verdugos a la vez. Sigo llorando.


Oigo la voz de una muchacha. A lo lejos. Recita una especie de verso post-apocalíptico.  ¿Me estaré volviendo loco? 

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